Afiche de la exitosa y prohibida (por la dictadura) "La Patagonia Rebelde". En la parte superior puede observarse cómo en la ficción Wilkens
da cuenta de la vida de Varela (Zabala en el film).
El primero en denunciar la tragedia de la Patagonia fue José María Borrero desde su libro La Patagonia trágica. El autor era aragonés y estuvo en Río Gallegos por 1919. Allí pasó unos años dando lucha a la injusticia. Luego, se fue a Buenos Aires y se afilió a la Unión Cívica Radical. En 1928 publicó el libro referido y anunció una segunda parte que nunca se publicó: Orgía de sangre.
Borrero denuncia cómo se apropiaron de las tierras los grandes latifundistas de Santa Cruz y Tierra del Fuego: “Allá están desparramados los cráneos y fémures de los indios caídos [en un] lugar saliente en el costado oriental de la Isla de Tierra del Fuego, sobre tierras ocupadas por los Menéndez Behety [parientes del actual jefe de Gabinete, Marquitos Peña, no, si lo de genocidas lo llevan en la sangre]. [Se mata en masa] a indios hambrientos. Tierra del Fuego se despobló. Allá están las regias mansiones de los Menéndez, Montes, Braun y otros opulentos capitalistas patagónicos […] Los primeros pobladores [de la Patagonia] eran simplemente audaces aventureros […]; ninguno de estos balleneros, cazadores de lobos y nutrias y buscadores de oro figura hoy en la nómina de ‘los primeros pobladores’, título que por antonomasia se aplica a los Menéndez, los Montes, los Braun, los Suárez. Los Patterson, los Stubenrauch, los Hobbs […] esa ridícula ‘aristocracia’ patagónica, compuesta de opulentos millonarios. Porque los únicos, los verdaderos primeros pobladores de Santa Cruz y Tierra del Fuego fueron los indios onas y tehuelches, a quienes ellos se encargaron de destruir y hacer desaparecer por medio de las balas, del veneno y del alcohol para quedar a sus anchas dueños y señores, como hoy son, de las inmensas tierras que explotan y que alcanzan a varios millones de hectáreas”. Cuenta un cazador de indios, que luego ascendería a capitán. Les pagaban a él y a sus compañeros de “faena” una libra esterlina por cada “par de orejas” (otros dicen “testículos, cabeza, senos o algún otro órgano vital”) de indio que entregaban.
Borrero no se detiene en esta denuncia, sino que emparenta lo hechos relatados con lo ocurrido entre 1921 y 1922. “[…] las matanzas de obreros en masa en la estancia ‘Anita’, también de Menéndez Behety, en Santa Cruz, en las pasadas huelgas de 1921”, responsabiliza a los mismos estancieros y a Edelmiro Correa Falcon. “[En la Anita] eran obreros que podían encariñarse con el terruño. Tierra del Fuego se despobló. En Santa Cruz las matanzas de 1921 dieron igual resultado”. Los que conocieron a Borrero aseguran que en su próximo libro hubiera dado un historia detallada, con nombres propios, fechas, lugares y circunstancias, los sangrientos sucesos de Santa Cruz… pero no lo publicó nunca. ¿Lo robaron? ¿No lo quiso publicar dada su filiación radical, considerando que perjudicaría al gobierno de Yrigoyen? Es el principio de la historia que luego, magistralmente, Osvaldo Bayer relataría en varios libros, la serie Los vengadores de la Patagonia trágica; artículos, programas televisivos y el guión de La Patagonia rebelde, aporta sus propias investigaciones, enriqueciendo las denuncias sobre los trágicos sucesos.
Bayer lo trata mal a Borrero en sus libros, sugiriendo que quizá concilió con los Menéndez. Pero termina reivindicándolo en uno de los prólogos de su meticulosa producción, Bayer nos dice que “cuando estaba en plena investigación para mis libros de La Patagonia rebelde, tuve una larga conversación con el historiador Armando Braun Menéndez. Llegó el momento de nombrar a Borrero. Nunca vi a alguien tan indignado contra él. Se tomó todo el tiempo en ir rechazando una por una todas las afirmaciones del polémico escritor contra miembros de las dos familias, los Braun y los Menéndez. La guerra seguía abierta, a treinta años de la muerte del autor de ese libro. La herida sangraba como en el primer día”.
Quedan, pues, estas matanzas como los sucesos más terribles en la trágica historia de lucha de nuestros trabajadores.
Vuelto a Buenos Aires, el coronel Varela es ajusticiado por un militante anarquista –Kurt Wilkens- que por ello es conducido a prisión. Allí, grupos de derecha ingresan a uno de sus hombres, como si estuviera preso, cuyo nombre es Millán Temperley, quien asesina a Wilkens. La justicia al servicio de los poderosos declara loco a Temperley, y por tanto inimputable, y lo encierran en el manicomio, pero la justicia proletaria logra igualmente su objetivo: los anarquistas –a través de Vladimirovich- convencen a un internado de apellido Lucich y este venga a Wilkens, asesinando a Millán Temperley en el hospicio.